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martes, 29 de marzo de 2011

EL SONIDO DEL LABERINTO



Sting interpretando al renacentista John Dowland

Por el escritor uruguayo Guillermo Lopetegui

En la discografía de Sting –ex líder de The Police, quien desde 1985, disuelta la banda inglesa (integrada además por Andy Summers en guitarra y Stewart Copelan d en batería) que lideró la escena mundial desde 1977, comenzó una rutilante carrera como solista- Songs from the Labyrinth es más que una “rareza” y se yergue no solo como el resultado de un largo camino al reencuentro de las obras de un compositor del Renacimiento inglés, sino por esto mismo como el regreso a una tradición que tiene su base en la lírica isabelina del siglo XVI y que influirá en toda la música inglesa posterior, llegando incluso hasta el rock a través de la reformulación que hacen The Beatles de la balada: típico género vocal que antes tuvo sus grandes cultores en compositores isabelinos tales como William Byrd, Thomas Morley y muy particularmente John Dowland (1563-1626), de quien Sting, acompañándose con archilaúd secundado por Edim Karamazov en laúd, da su particular enfoque – a través de su voz y su fraseo en las cuerdas del instrumento cuyo origen es árabe – del legado musical de una personalidad controvertida de aquel período en que reinó, entre luces y sombras, la figura hegemónica y cuasi legendaria e inaprensible de la hija bastarda de Henry VIII: Elizabeth I de Inglaterra.

Por eso, entonces, Songs of the Labyrinth se convierte en un tributo de una época y agradecimiento a una tradición musical, que partiendo del siglo XVI, llega al pasado siglo XX llenando de lirismo – y por eso mismo, singularizándolo – todo el rock inglés.

Andanzas.


Nacido en Dublín o Londres (muchos se inclinan por esta última), en 1563 John Dowland vivió una vida no exenta de ciertas aventuras que ya desde temprana edad lo llevan fuera de Inglaterra. Tal vez impresionado por el emperador francés, Dowland abraza la fe católica, y esto, con el tiempo, le acarreará serios problemas y pondrá obstáculos a su deseo de conseguir el puesto como laudista dejado por John Johnson a su muerte, en la corte protestante de Elizabeth I.

Inicia un periplo que lo irá acercando a Italia, vía las cortes primero del duque de Brunswinck y luego del conde de Hesse. Ya en Italia se dice que trabó contacto con Luca Marenzio (1553-1599): el gran madrigalista cuyo legado musical posibilitó la aparición y el desarrollo de un Claudio Monteverdi. Regresa a Londres por un corto período e incluso logra entrar, por breve tiempo, en la corte de Elizabeth I, para luego viajar a Dinamarca y ponerse a las órdenes de Christian IV. No obstante tiene el apoyo de sir Robert Cecil, Secretario de Estado de la reina y protegido de Sir Francis Walsingham: aquella eminencia gris o Rasputín del siglo XVI con quien contó la soberana para afirmarse en el trono y hacer de Inglaterra una potencia.

Las cartas de Dowland a quien de seguro es su protector a la distancia están teñidas de pesimismo y melancolía, producto de un carácter que, en términos médicos actuales, podría definirse como “depresivo”; incluso , haciendo un juego de palabras con su apellido, este músico brillante compone una obra para laúd –Lachrimae- donde una de sus partes se titula : Semper Dowland, semper dolens. Varios fragmentos de la carta escrita a Sir Robert Cecil en 1595 – carta con tono desesperado y algo de paranoico – son leídos por este otro músico inglés contemporáneo, nacido en Newcastle en 1951, en la grabación que hace interpretando una veintena de piezas – donde destacan, entre otras: “Can she excuse my wrongs”, “Come again” y la melancólica e intimista, pero también a
delantada a su tiempo “In Darkness let me dwell”-, entre baladas o ayres, de las 84 piezas líricas que Dowland compuso para voz y laúd. Por otra parte, quien permaneciera en la corte danesa entre 1598 y 1606; más delante de 1609 a 1612 estuviera al servicio de Lord Walden y este último año pudiera obtener el anisado puesto de laudista en la corte inglesa, compuso casi 80 piezas para laúd solo, donde se aprecia el trabajo polifónico dado a sus fantasías, danzas y variaciones, haciendo de Dowland un músico singular para su época y que Sting mediante, trasciende – como Shakespeare en literatura – el siglo XVI, llegando a nuestros días para seguir enriqueciendo nuestra cultura contemporánea a través de un cantante de rock que, adentrándose en los pasillos de un laberinto, se irá acercando al centro del mismo hasta encontrarse, no con el Minotauro aunque sí con esa Tradición musical encarnada de John Dowland a través de la interpretación de sus piezas, pero, antes, acercándose a esta otra zona artística de sí mismo para cuyo conocimiento el autor de “Message in a bottle” y “Roxanne”- entre otros tantos hitos de la época de The Police- necesitó casi un cuarto de siglo de peregrinaje musical, desde comienzos de los años 80.

El llamado de una Tradición Musical.
Luego de una performance en el Drury Lane Theatre, en Convent Garden- durante un show organizado por Amnesty International 1982-,en el que Sting hizo una de sus celebradas versiones solista de “Message in a bottle” y “Roxanne” – cuando The Police estaba en la cúspide del pop británico y mundial – se le acercó el actor John Bird, lo felicitó y aprovechó a comentarle que su forma de cantar y de tocar la guitarra le habían hecho pensar en el compositor isabelino John Dowland y si no lo conocía. Sting –que antes de dedicarse por entero a la música tuvo una dilatada labor como profesor de literatura inglesa, experiencia esta que se refleja en “Don’t stand so closet o me”, otro éxito de The Police-, reconoció que apenas había oído hablar de Dowland. Pero aquella pregunta quedó resonando en su cabeza y pensó en acercarse a uno de los compositores más significativos del Renacimiento inglés, junto a William Byrd, Thomas Morley y Orlando Gibbons. Es así que tiempo después el entonces bajista de la banda de rock más importante en los años 80 consigue una grabación de las obras de John Dowland, interpretadas por Peter Pears en voz y Julian Bream en laúd. Mientras las escuchaba se preguntaba cómo podría asimilar esa melancólica belleza del siglo XVI un cantante de rock del siglo XX.
Años después, en la década de los 90 del siglo pasado y cuando Sting ya está considerado una de las figuras solistas más importantes de la escena rockera la concertista Katie Labeque le comenta que las composiciones de Dowland se avienen al particular “tenor no educado” en el academismo de la música vocal renacentista, que hay en particular timbre de voz del autor de “Englishman in New York”, perteneciente ya a su dilatada y exitosa carrera como solista, una vez disuelta la banda que lo hizo famoso. Precisamente “Englishman in New York” pertenece a Nothing like the sun, su segundo álbum solista, cuyo título está extractado de un poema de William Shakespeare, con lo que entonces podría asegurarse que ya en esta época está marcada la ruta, el camino sinuoso aunque de destino seguro por donde Sting –músico experimentado en jazz y el rock & roll- se encontrará con una Tradición musical encarnada en Dowland, que lo llevará a retrabajar su voz y el fraseo de los dedos, en las cuerdas de un instrumento básico con el que Sting se labrará su carrera como solista, si bien seguirá incursionando en el bajo, el piano y otros instrumentos que ejecuta a la perfección , sino ese otro en cuya caja acústica luce el diseño sugestivo de un laberinto.

El laberinto: tema y variaciones.
Laberinto es el del Minotauro. Pero laberinto también es el diseño que forman las baldosas en el piso de la Catedral de Chartres.

Laberinto de plantas es el que Gordon Summer, más conocido por Sting, resuelve diseñar en su amplio jardín perteneciente a su residencia de Inglaterra, como homenaje, tal vez a la mitología griega presente en la literatura que leyó e impartió; a una visita al segundo edificio gótico más importante del siglo XII - como es Chartres a partir de la reforma de su lado occidental- luego de la abadía de Saint-Denis – con el que el gótico hace su entrada en la historia de la arquitectura- y en lo musical, laberinto es el diseño que contiene la “rosa” o sea, la abertura ubicada en el centro de la caja de resonancia, en este caso del archilaúd que Donald Miller manda fabricar especialmente para regalarle a Sting, luego de una noche en Frankfurt, previo a un concierto del músico inglés, cuando este es visitado en su camerino por un individuo de aspecto regordete, ojos saltones y sobria simpatía, que se presenta como Edin Karamazov. Acto seguido Sting le pregunta qué es ese enorme bulto de tela que lleva requintado al hombro, a lo que Karamazov revela que se trata de uno de sus favoritos: Juan Sebasatian Bach. Luego de esta ejecución Sting, Maramazov y Miller pasan la siguiente hora charlando sobre música, hasta que en la amenidad de la conversación Karamazov cuela una vez más en la vida de Sting el nombre de John Dowland, expresándole directamente que sería muy bueno que Sting llegara a interpretarlo; tal vez porque se trata de un compositor isabelino de hermosa voz y gran maestría en el arte de tocar el laúd, así como Sting es un compositor y ejecutante de varios instrumentos dentro del rock y el pop, que además cuenta con una voz cuyo timbre es muy particular y distintivo de un estilo donde se mezclan las armonizaciones de sus arreglos y el contenido poético de las letras de sus canciones.

El propio Sting siente entonces que se sigue acercando al centro de ese otro laberinto; el que está en lo profundo de su ser, como hombre y como músico, quien a través de ese hilo de Ariadna que le fueron alcanzando para qu él agarrara tanto el actor Bird, como los músicos Labeque, Miller y en especial Karamazov, finalmente obedecerá a ese llamado, ese sonido que viene del centro de un laberinto donde se halla una Tradición, un cerrarse del círculo para abrirse nuevamente, en el encuentro definitivo de John Dowland con quien también encarna, rock de los años 50, en The Beatles y luego en el punk de Sex Pistols- revolucionando la Inglaterra de los años 70 con su “Anarquía en el Reino Unido”- de donde, entre otras bandas, pero como ninguna otra, emanará The Police para luego dar paso a ese otro Señor de la música contemporánea con mayúsculas, llamado Sting.

Sugestiva aventura de los sentidos.

La obra de John Dowland fue editada en vida del músico en volúmenes como: cuatro Books of Songs or Ayres (publicados en 1597,1600,1603 y 1612), a Pilgrim Solace(1612), mientras que el Musical Banquet será publicado por su hijo Robert en 1614 y Lachrimae (1604) es un compendio de 21 piezas fundamentales y muchas piezas para laúd solo.

Seguramente de todas estas cosas hablaron Sting y el laudista de origen bosnio nacido en Zarajevo Edin Karamazov, el día que se reencontraron en el jardín laberíntico del músico inglés, cuando este ya había comenzado a tomar algunas clases de canto con Richard Livitt,, profesor de la Schuola Cantorum Basiliensis: el famoso centro de música académica ubicado en Basilea(Suiza).

Algún tiempo y clases después, el autor de “Russians” y “Brand new day”, se siente habilitado para empuñar su archilaúd y –secundado por el experto laudista Karamazov- dejar que de su boca salgan los versos y de los dedos apoyados en las cuerdas los punteos de una música que fascina y a la vez emociona a Sting, entre otras razones por sentir que en las obras como “In Darkness let me dwell”, John Dowland dejó atrás los convencionalismos de la época y se lanzó a crear una música donde la melodía y el cantante se imbrican de tal modo, que la pieza en cuestión llega a lo profundo del oyente quien en las súbitas disonancias de la composición logra aquilatar las preocupaciones estadísticas y espirituales de un músico que llevó la canción inglesa a un grado de perfección nunca antes alcanzado.

Esa perfección es la que consigue Sting para su propio estilo interpretativo del gran compositor, cantante y laudista del siglo XVI, quien en 1621 obtiene un merecido doctorado y en 1625 asiste, con su voz y su laúd, a los funerales del rey Jacobo I, así como Elthon John asistirá a los funerales de Lady Diana de Inglaterra, acompañado de su voz y su piano, para rendir postrer homenaje a su gran amiga, en agosto de 1997.

La Tradición, sea de la que se trate, remite siempre a una especie de “eterno retorno”, a una continua aunque lentamente perfeccionada repetición de los grandes actos, como lo que describe Mircea Eliade en relación a la creencia de los pueblos antiguos de que la vida es un eterno intentar copiar el modelo que en la noche de los tiempos nos impusieron los dioses aunque para, a partir de nuestra propia experiencia, enriquecer ese modelo y enriquecernos a nosotros mismos.

Mucho de esto tiene Songs of the Labyrinth, con sus 23 composiciones y la lectura de fragmentos de una carta, todo obra de un músico renacentista inglés que llega a nuestros días esta vez en la voz y la interpretación de un músico, también inglés que desde su experiencia con el rock se vuelve al hontanar de esa Tradición, obedece al llamado de ese laberinto y se adentra en una sugestiva aventura de los sentidos a la que nos invita, secundado por ese otro gran intérprete del laúd llamado Edin Karamazov, para que nosotros también escuchemos el sonido, el llamado, la canción sutil que viene de lo profundo de nuestro propio laberinto y nos sugiere lanzarnos a la exploración y a través de esas melodías del siglo XVI cantadas en el siglo XXI, retornar luego a la tridimensionalidad habiendo descubierto una muy importante parte que no conocíamos o no recordábamos de… nosotros mismos.


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